Soy altiva y orgullosa.
A veces dura como las rocas de mis
acantilados,
otras blanda como la arena de mis playas.
Árida como la tierra del sur,
o
fértil como la del norte.
Cortante como las aristas de mis
restos volcánicos,
o suave como la hierba que inunda mis campos.
Guardo en mi interior un volcán de
amor y calor
que ruge con ansias de salir al exterior,
de ver la luz del sol
en lugar de esconderse en mis entrañas
por miedo a herir a alguien.
Solo la aparente frialdad de las
nieves
que me visitan de tiempo en tiempo,
logra aplacar mi ira, mi desespero,
y poco a poco,
a fuerza de
doblegarme,
me voy apagando, dejando de existir,
y solo muy de tarde en tarde
escucho un latido suave en mi interior,
como queriendo advertirme que
la fuerza sigue ahí,
esperando.
Mis hermanas me envidian o dicen
envidiarme.
Me imitan o dicen imitarme.
Me admiran o dicen admirarme.
Me ven fuerte y bella,
con la
cabeza alta,
siempre mirando al cielo.
No son capaces de ver el temblor de
mis entrañas,
el fuego que corre por mis venas,
provocándome más de un susto;
el frío que hiela mi soledad altiva,
el temor que siento ante un posible
rechazo de los míos
si no soy capaz de darles lo que desean:
Fuerza,
bienestar, serenidad y paz.
Pero eso solo lo sé yo,
nadie debe conocer nunca
las
debilidades de esta isla
perdida en mitad del Atlántico
y a la que, a veces, golpean las olas sin piedad.
©Luisa Chico